Recado para Chayo

En el mes mayo del 2001, recibí una llamada en el teléfono del trabajo. Era un señor (bastante educado) de voz serena, que luego de quejarse porque lo traían de extensión en extensión, preguntó: ¿Se encuentra la escritora Rosario Castellanos? No pude evitar el, ¡Ah chingá! El señor, con voz serena, insistió: ¿No ha llegado a trabajar? Nadie sabe darme razón de ella, y quiero preguntarle algunas dudas sobre las bases de la convocatoria del premio de novela breve. Repuesto de la sorpresa, le expliqué que ahí no trabajaba ninguna escritora con ese nombre. Es más, le aclaré que la persona a la que buscaba, hacía muchos años que había fallecido. De nuevo, con voz serena, me dijo que lo lamentaba, como si la muerte de la escritora hubiera sucedido apenas unos días atrás. Después de eso se despidió, sin consultar nada más sobre las bases del concurso.

Tuve el buen tino de no desayunar payaso ese día, porque bien le hubiera dicho. ¿Quiere usted hablar con Rosario Castellanos? Consiga un pico y una pala, y vamos por ella. Pero no, su genuino pesar me hizo reflexionar sobre Chayo y su muerte, resultando este breve cuento que quise contarme a mí mismo, y que ahora les comparto. Se titula: Bazar.

“Aún no es medio día y el calor aprieta a los transeúntes, quienes caminan en ambos sentidos buscando, husmeando, asombrados por los mil y un objetos ofertados en las reducidas calles de la ciudad blanca de Tel Aviv. Rosario se sujeta la falda, bajo ataque del implacable viento de agosto. Entreabre los grandes ojos buscando un par de astas de ciervo (suerte de humor negro involuntario), el obsequio para Israel Maya, su chofer. Mira de un lado a otro, de abajo hacia arriba, hasta distraer la mirada sobre una bella lámpara de pedestal, larga y sobria, que adivina se verá bien en la habitación.

En compañía de Israel, vuelve a casa con los cuernos de ciervo, la lámpara de piso y una sonrisa de oreja a oreja. En una semana viajará a la ciudad de México para encontrarse con Gabriel, su hijo. La temperatura rebasa los cuarenta y cinco grados, demasiado para una mujer comiteca.

En casa se sumerge en la tina de baño, y mientras vierte esencias relajantes, analiza algunos puntos de la ponencia que ofrecerá en la residencia oficial de Los Pinos, como representante de más de tres mil mujeres latinoamericanas, ante el presidente Luis Echeverría. Después de varios minutos sale del baño, descalza. Camina sobre el fresco mármol hasta la bella lámpara recién adquirida. La conecta y, acto seguido, se sujeta del pedestal para incorporarse, recibiendo la descarga de doscientos veinte voltios. La convulsión es grotesca, en su memoria corren escenas del rancho en Comitán, de monjas, maltratos, triunfos literarios y derrotas amorosas; Ricardo y su mezquindad; Gabriel y su indiferencia… el mar y sus pescaditos. El eterno femenino cayendo sobre el fresco mármol, boca arriba, ahogada por su propia lengua, a más de doce mil kilómetros de distancia del más grande amor: el primero.”

Hoy aparecen carteles conmemorativos, instituciones y sujetos presumiendo que la recuerdan y se ungen de su imagen. Otros presumen haber leído novelas, poemas, ensayos. Yo he leído poco, y dentro de esas lecturas, sus cartas a Ricardo Guerra. ¡Cuánto amor! ¡Cuánto abandono! ¡Cuánta humillación! Cualquier hombre (yo al menos) me hubiera decantado hacia ella luego de leer sus cartas. Pero Chayo decidió lo que bien escribió Sabines: “Retonta por desvalida, por inerme / por estar ofreciendo tu canasta de frutas a los árboles / tu agua al manantial / tu calor al desierto / tus alas a los pájaros… ¡Cómo duele, te digo, que te traigan / te pongan, te coloquen, te manejen / te lleven de honra en honra funerarias!

Para terminar, le robo a Uberto Santos estas palabras, del libro de poemas «Para llorar a solas»: “Estoy inventando un nuevo latido para que me oigas, para que seas la lluvia que no tuvo mi sed.” (Antonio López)

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