Red de mentiras

El mes de mayo fue para mí de una actividad intensa. Asistí a dos encuentros literarios, continué con el trabajo de talleres, me agarré a golpes con Pedro Infante, un cocodrilo azul llamado Toque y con una vecina aspirante a actriz de cine porno. También me di el tiempo para estar enfermo más de una semana. El domingo treinta y uno de mayo pude por fin sentarme a ver la televisión como cualquier mexicano normal, pero me encontré con una cantidad de comerciales de partidos políticos, candidatos y candidatas (y candidotes) y demás basura de los canales “libres”. Algún extraño designio hizo que la energía eléctrica dejara a mi barrio en la indefensión televisiva, pretexto ideal para salir de casa y visitar a mi hermana.

Atravesar la ciudad es toda una aventura, donde el paisaje urbano está infestado de campañas electorales y las calles repletas de baches, dignos de cualquier satélite natural, bombardeado por asteroides y meteoritos. Ya no se puede dormir a gusto en el transporte colectivo, porque se corre el riesgo de morir desnucado, y mis ganas de dormir eran extraordinarias ese día. Lancé bostezos a diestra y siniestra, pero sin caer en ese micro sueño restaurador que todo pasajero de combis o camiones ha experimentado alguna vez.

Luego de la travesía, pude llegar a casa de mi hermana, quien me recibió con un plato de manjares que no voy a describir acá, porque son recetas secretas que, de caer en las manos equivocadas, podrían desatar una revolución culinaria. Mientras cenaba, mi afecto encendió la nueva televisión de pantalla cóncava, sonido envolvente y demás linduras que la hacen verse y sonar como si de una sala de cine se tratara. “En agosto de 2016 termino de pagarla… Te la dejo encendida, voy a terminar un escrito de la maestría. Si quieres más comida, agarra… estás en tu casa. Yo acepté, encantado.  

Después de cenar me dispuse a ver una película en la nueva televisión de mi hermana. El famoso agente británico realizaba cabriola y media perseguido por vehículos repletos de hombres armados con metralletas y bazucas. Mis párpados se fueron entornando. Segundos después un fuerte estallido derribó la puerta principal. Corrí al patio, salté la barda, subí a una motocicleta y maniobré con rumbo al estadio de fútbol. Aún no me reponía de la sorpresa cuando una camioneta intentó detenerme a bazucazos, pero logré huir cruzando el Parque Botánico en medio de explosiones espectaculares.

En el estadio me esperaba un helicóptero con el rotor a máxima velocidad, y junto a la nave un hombre alto, entrecano, quien me entregó un portafolio al tiempo que gritaba: ¡Nos vamos a Canadá! Pensé en lo absurdo del hecho, sin embargo acepté mi destino. Llegando al aeropuerto transbordamos al Jet color negro, el cual despegó de inmediato. Ocupé uno de los lujosos asientos. Viajábamos el hombre entrecano, un mono tití, dos pilotos y la azafata, quien sirvió dos copas de líquido ambarino. La curiosidad me hizo abrir la maleta, donde hallé pasaportes, un fajo de euros, dos pistolas con silenciador y un teléfono celular con un mensaje en el buzón: Bond, debes eliminar al hombre entrecano, es un doble agente. Toma el control del Jet y vuela a Berlín. Sujeté ambas pistolas, y por aquello de las malditas dudas, liquidé a todos.

Aterricé en Tegel vestido de frac, programa de mano, boleto para la ópera en el Korzenthaus y un segundo mensaje en el buzón: Bond, Ravinovich nos traicionó. La mercancía llegará por barco a Tokio; debes interceptarla. Luego una llamada. Era Ravinovich, quien de manera cortés prometía rebanarme la yugular. Enchilado, grité: ¡A mí ningún ruso jijoeputa me amenaza! Acto seguido estrellé el teléfono contra la pared. A lo lejos oí la voz de mi hermana: ¡Cabrón, despierta! ¡Ya chingaste la pantalla! Si serás… Mejor vete. Me levanté empapado de sudor, encabronado, pensando en Bond y su maldita red de mentiras. (Antonio López)

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